domingo, 15 de mayo de 2011

LOS VECINOS DE LORCA HACEN COLA PARA RECIBIR LA TARJETA QUE LES IDENTIFICA COMO CIUDADANOS DE LORCA

Lo bueno de hacer cola por la noche es que el solano no te aplasta haciendo de cada minuto un suplicio. Lo malo de hacer cola por la noche es que la impaciencia y la incertidumbre se multiplican. Y la cabeza de muchos es ya a esas horas del cambio de día en el calendario un peligroso horno. Un horno que llega a incendiar las palabras de los que se sienten agotados a la espera —y desespera— de cama, comida y techo.
Las filas de hombres y mujeres damnificados por los dos terremotos del miércoles en Lorca (Murcia) son un buen termómetro para comprobar la salud de esta ciudad de casi cien mil almas. Las más largas se forman en el principal de los campamentos, el del Huerto de la Rueda. risol de lenguas y colores de piel, espejo de la España que muchos no quieren.
Tras las vallas aguantan su turno para ser registrados y recibir la tarjeta que les convierte en vecinos de esta nueva ciudad con tabiques de lona y pilares de metal que nadie sabe cuándo podrá ser desmantelada. Algunos se preparan para que la acampada sea larga y ya se han traido de casa el ordenador en el que ven la televisión a través de internet.

Siete en una habitación

«Cuatro horas. Cuatro horas de espera para que nos digan dónde dormir». Manuel y Maribel son ecuatorianos y su casa, en el barrio lorquino de San Diego, no sufre daños estructurales pero necesita ser reparada para que puedan volver a habitarla. Tienen cinco hijos de entre nueve y dieciséis años aterrizados en España desde el otro lado del Atlántico gracias al derecho a la reunificación familiar.
Los siete pasaron las dos primeras noches tras el terremoto en la habitación que el hermano de ella tiene alquilada en Totana, a treinta kilómetros. Una proeza que no ha podido prolongarse por presiones del casero y que llevó a los siete el viernes al campamento del Huerto de la Rueda. «No son horas para que mis niñas anden jugando por ahí», se queja Manuela.
Se va el sol y allá, sobre el monte, se intuye el castillo, herido también por el zarpazo del subsuelo una mala tarde. Entre nosotros, las tiendas de campaña naranjas, blancas y verdes conforman la arquitectura de la Lorca nacida deprisa tras el seísmo, sin grietas ni pilares desplazados.
Rayan cumplía dos meses el pasado miércoles cuando la tierra se encabritó bajo los pies de Sadia, su madre. El niño, nacido el 11 de marzo en el Hospital Rafael Méndez —desalojado por el temblor—, vive ahora ajeno a todo en la tienda número cuatro. El bebé va de mano en mano mientras sus padres preparan el carrito que le sirve de cuna para ir a dar un paseo. Luchan contra la crisis arañando trabajos en el sector agrícola para no imponerse un regreso por decreto a Marruecos que sería el fin de su sueño europeo. «Aquí vivimos bien, pero al fin y al cabo somos extranjeros y echamos de menos nuestra tierra», añade en forma de consuelo la mujer. Su casa en el barrio de la Corredera es habitable, pero el miedo y el pequeño Rayan los mantienen aquí. «La primera noche la pasamos en el puente, junto al Eroski. En a tienda se está mucho mejor», dice Sadia, más locuaz que Ahmed, su marido, mientras un joven se inclina para rezar.
En el interior, junto a las siete literas, dos mujeres, vestidas también con chilaba, cenan a base de bocadillos. «Mi vida no ha sido mala, pero me gustaría que la de mi hijo fuera mejor», comenta Sadia, de 27 años, con un natural afán de superación.
El ajetreo es notable en el campamento, con niños jugando al balón, mujeres paseando y corrillos de hombres tratando de aclarar su futuro sin bola de cristal que les ayude.
Entre ellos casi no hay españoles, que tienen más posibilidades de acceder a viviendas de familiares o a segundas residencias en la costa murciana. A ritmo vertiginoso, José Manuel barre y echa en un contenedor todo lo que pilla con la escoba y una pala. Es un lorquino empleado de Limusa, la empresa encargada de la limpieza de Lorca, que trabaja en turno de tarde-noche y que, como otros compañeros, echa horas donde hay más trabajo estos días, en los campamentos de los damnificados.
«Las calles no se pueden limpiar todavía hasta que desescombren. El segundo terremoto me pilló trabajando y fue una barbaridad», comenta al reportero sin pararse ni medio segundo. «Estoy barriendo con la mitad de mi cabeza en casa, que no tiene daños de estructura pero sí en los tabiques». José Manuel, su mujer y sus dos hijos durmieron en el Huerto de la Rueda la primera noche, pero ahora ya tienen acomodo en casa de su hermana. «Cualquier lorquino tiene casa, ya sea de familiares, en el campo... Por eso hay aquí tanto extranjero», dice rondando las 22.30 horas, después de haber barrido una hora extra y a punto de echar el cierre.
Alberto, un parado de 29 años, charla con su madre y otros miembros de la familia en un corro de sillas bajo un árbol. Son afortunados al lado de la inmensa mayoría. Piensan regresar a su casael fin de semana. Se acerca la media noche y no aparentan prisa por alcanzar el catre provisional. «Llevamos 72 horas de tertulia», bromea el joven. «Tampoco está mal un par de días sin radio ni tele».
EA2CPG