Su aspecto los delata a la distancia: unos tipos con chubasqueros amarillos bajo el ardiente sol del Caribe no resulta una estampa habitual en las calles de Puerto Príncipe. Es la cuadrilla de la muerte, cuatro funcionarios del Ministerio de Salud encargados de recoger en la capital a los fallecidos por el cólera y trasladarlos a una fosa común a las afueras de la ciudad.
El miedo y la superstición se unen a la escasez de medios para dificultarles el trabajo. Hace unos días, los habitantes del barrio de Carrefour los recibieron a pedradas, temerosos de que el virus se desplazara en la parte trasera de ese camión de colorida estructura metálica, el típico «tap-tap» en el que viajan los vivos y ahora, también, los muertos.
Aquí, Caronte se llama Ruthford Saint-Louis, el encargado de la brigada, y tiene línea directa con el presidente René Preval (quien despacha en una carpa junto al derruido Palacio Nacional). «Pensé que iban a matarme», cuenta, después de que un grupo de vecinos los atacara a pedradas, les cerrara el paso con barricadas y llegaran incluso a secuestrarlos. «Necesitamos más medios para hacer nuestra labor, tienen que educar a la gente. Estuve a punto de abandonar después de sólo cinco días de tarea, pero no quiero perder mi trabajo». Su primer trabajo.
Estigma social
Ruthford y sus hombres hacen la ronda por los hospitales o acuden a la llamada del familiar de una víctima, pero lo más habitual es que respondan al aviso de la Policía cuando una patrulla encuentra un cuerpo abandonado en la calle. El cólera, amén de una enfermedad (potencialmente mortal, pero curable con hidratación y antibiótico), es también un estigma social y nadie quiere reconocer haberle abierto las puertas de su casa al virus «vibro cholerae».
Así, aunque ya han sido prohibidos por el Gobierno, los velatorios y entierros para estos muertos eran infrecuentes. Sin embargo, la gente con posibles aún puede saltarse esas normas. El dinero funciona en todas partes, y más en el país más pobre de América, donde un café cuesta más de dos euros y una cerveza local, casi tres.
Saint-Louis y los suyos recogen un cadáver tirado en las calles de Cabaret. Es uno de los quince o veinte que retirarán a lo largo del día. Lo rocían con agua clorada. Taponan con algodón todos sus orificios corporales. Lo envuelven en plástico, doble embalaje de aislante blanco. Y al camión, como si fuera un saco de harina.
El vehículo se abre paso por las atestadas calles de Puerto Príncipe, un verdadero pandemonio de coches, peatones, animales, vendedores ambulantes, cascotes supervivientes al terremoto (diez meses después, aún hay cadáveres bajo los escombros) y campamentos de refugiados que le ganan terreno a las depauperadas aceras y calzadas.
Salvo excepciones en que han sido acompañados por la Policía o una ambulancia, el camión sólo tiene la compañía de otro coche del Ministerio. La gente se aparta como de la peste. A su paso se cruza una pequeña caravana: media docena de tipos con banderas, cantando y tocando el tambor, la versión haitiana de un mitin electoral. Los hay a todas horas y en todas partes. «Jesús te ama», se lee en una pared empapelada con el rostro de Mirlande Manigat, la candidata presidencial que encabeza las encuestas.
Acabada la jornada, el camión enfilará la Nacional 1, en dirección a Gonaives. Un cortejo fúnebre sin duelo. A una hora, en Titanyen, los espera un enorme agujero: el remolque se inclinará 45 grados y los infortunados irán cayendo en la fosa, como fardos. La oscuridad y una capa de tierra habrá de cubrirlos. A escasos metros, un montículo en el que sobreviven a duras penas algunos hierbajos esconde la mayor fosa común del temblor del pasado enero: 70.000 cuerpos reposarían bajo esa incipiente maleza, según datos oficiales.
Tras abandonar el lugar maldito —el vudú, la religión mayoritaria en el país, rechaza los enterramientos masivos—, Ruthford y los suyos reciben un baño de agua y lejía, y regresan a la capital. En el cruce con la carretera principal, el Policía de tráfico les cederá el paso y se santiguará a modo de «Hasta mañana».